Uno de los episodios más cantados por los bardos durante el reinado de Basak Ledenard I, rey de Dareniel (67 - 104).
Los barracones apestaban a sudor, como las cuevas. Los hombres tenían la punta de la nariz roja, como en las cuevas. Pero hacía más calor. La mezcla del brenivín y la cerveza derramada y los cuerpos acalorados hacía el aire aún más denso. Las canciones resonaban entre las paredes de madera con notas tan desafinadas que ni el eco de las cuevas se atrevería a corear. La mayoría de los presentes bebía. Algunos cenaban, otros pocos jugaban a las cartas y otros grupos charlaban a voz en grito. Hicieran lo que hicieran, muchos de ellos parecían no encontrar su equilibrio natural, como en las cuevas cuando era día de jarras.
Bulú avanzó por entre las mesas con la cabeza alta, el pecho hinchado y la mirada severa. Tenía ganas de ser retado, aunque sabía que allí, en el sur, los retos no eran combates de verdad. Allí tenían reglas. Había que luchar en una especie de tina cavada en la tierra que ellos llamaban “franja”. A Bulú le parecía una tontería pelear en un espacio tan cerrado, y más aún que la franja se convirtiera en la tumba del perdedor. ¿Qué clase de idiota cree que enterrarse muerto lo va a llevar al cielo? ¿Es que ningún azul se había dado cuenta todavía de que el cielo estaba en la otra dirección?
- ¡Eh, tú! ¡Piel Blanca! ¿No vas demasiado abrigado?
Bulú se giró para enfocar al que se estaba dirigiendo a él como Piel Blanca. Se estaba riendo, y los soldados a su alrededor también. Como Bulú no era un gran pensador, tan solo barajó dos opciones. Quizá se estuviera riendo de él, en cuyo caso podía matarlo para que no volviera a hacerlo. O quizá solo le estuviera haciendo una pregunta seria y legítima. Pero Bulú solo portaba un leerhos marrón, el típico pantalón de estar en la caverna.
- No sé si hablas en serio, azul. Si te estás riendo de mí, mi clan me permite matarte -dijo Bulú, ladeando la cabeza y haciendo crujir su cuello primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha.
- ¿Matarme?
El tipo dejó de reírse al instante y sus ojos se abrieron de par en par. Se echó un poco hacia atrás en la silla y levantó las manos en gesto de inocencia. Fue a añadir algo, pero Bulú se adelantó.
- Puedes estar tranquilo, todas mis víctimas están mejor ahora. Y ninguna me falta al respeto. Además, no dejaré que te entierren, así que Uhú te recibirá en su cielo con tal de que no te rías de él. Tendrás derecho a las mujeres que le envié. Si Uhú lo quiere. Algunas tenían bonitas orejas.
Se hizo el silencio, las palabras de Bulú habían arrancado todas las risitas del ambiente. Las jarras se posaron con suavidad, quizá hasta con sigilo, como si a todos les diera miedo que el más mínimo ruido pudiera enfadar a Bulú. Algunas sillas rechinaron cuando los que las ocupaban se giraron para observar y asistir a la escena.
- ¡Vamos! ¡Era una broma, hombretón! ¿Es que no tenéis humor en la Dorsal Alta? -probó a decir el que se las daba de gracioso. Sus labios se habían curvado en una sonrisa nerviosa.
Bulú era capaz de hacer bromas, aunque tampoco era su pasatiempo favorito. No entendía muy bien su utilidad. Tampoco le gustaba reírse de las personas a menos que fuera necesario. Entre los Pieles Blancas las mofas sobre otros miembros del clan solían acabar en combate singular. No siempre tenía que morir alguien, pero era lo más frecuente. Otras veces un dedo o una oreja bastaba para zanjar el asunto y hacer las paces. Y en cuanto a los azules, casi nunca se los mencionaba y desde luego Bulú no había escuchado bromas sobre ellos. Quizá, si rebuscaba en la memoria, algún comentario jocoso sobre los tatuajes de trabajo.
- Yo, Bulú, séptimo hijo de Bugú de las Pieles Blancas, he sido enviado a este lugar para fortalecer el ejército del rey azul Basak I. Nadie me dijo que trajera humor.
Aún así, Bulú anotó en algún rincón de su mente que recurriría a la broma cuando se diera la ocasión, para demostrar que dominaba la materia. O quizá, mejor dicho, la conocía.
- Siéntate con nosotros pues, Bulú, hijo de Bugú -dijo otro de los soldados, que todavía sujetaba el pomo de la espada enfundada con una mano temblorosa.
“Pues menudos soldados”, pensó Bulú.
- Séptimo -se limitó a recalcar, sin embargo.
- ¿Qué importa eso?
- ¿Cómo me vais a diferenciar de mis hermanos si no?
- ¿Cómo se llaman tus hermanos?
- Bulú.
- ¿Todos?
- Claro. ¿Cómo van a llamarse, si no?
Bulú no daba crédito ante la estupidez de los hombres sureños.
- Fascinante. ¿Y cuántos hermanos tienes, Bulú el Séptimo?
- Tres veintenas y media decena la última vez.
- ¿La última vez?
- Sí.
- ¿Y qué pasa si muere Bulú el tercero? - preguntó otro soldado-. ¿Te conviertes en le Sexto?
- No. Yo soy el Séptimo.
Bulú empezaba a cansarse de tanta ignorancia. Frunció el ceño, malhumorado.
- ¿Y tienes hermanas?
Aquello ya fue el colmo. Bulú le dirigió una mirada de reprobación.
- No te hablaré de mis hermanas, azul. Y si quieres conservar la verga, más vale que ni pienses en ellas.
Murmullos alrededor. Y risitas mal disimuladas. Bulú olisqueó el miedo. Le gustaba ese aroma. Le era familiar. Pero el que habló en ese momento no olía a miedo. Tampoco Le importó mucho a Bulú.
- ¡No quiere que te las folles, Grov!
- Le dejarían la verga doblada como un codo -comentó algún soldado anónimo y que no dio la cara.
Aquello había sido una broma. Bulú se dio cuenta y tomó nota de ello.
- Debes de ser el hombre con más hermanos del Norte, Bulú. Tu padre es un cabrón afortunado.
- Pues ya no tiene verga -informó el Piel Blanca.
- Ah.
- Sí.
- ¿Se le cayó?
- Se la cortó.
- ¿Por qué hizo tal cosa?
- Se le había hinchado y puesto del color del moho.
- ¡Como Ringlof! -exclamó alguien.
- Pero él no quiso cortársela y murió -añadió otro.
- Mi padre fue más sensato -declaró Bulú en tono victorioso.
- Pues yo prefiero morir a vivir sin verga.
- Tiene más. Las guarda en un gran saco de arpillera.
Algunos pusieron mueca de asco. Bulú no los culpaba. Entendía la necesidad que tenía su padre de cortarles la verga a los amantes de sus esposas, pero no sabía por qué razón las guardaba en ese gran saco donde zumbaban las moscas constantemente. A Bulú no le gustaban las moscas. Tenían sabor a palo y una textura astringente. Además, las patas se solían quedar entre los dientes y luego tenía que andar hurgándose con las uñas.
Al final, Bulú se sentó a comer jaluski con esos hombres, feliz por haber encontrado un plato decente y haberse hecho espacio suficiente en la banqueta abriendo las rodillas. Abrió los codos como alas para comer más a gusto. Cuando su vecino fue a quejarse le dirigió la mirada de “no molestar”. Era una de las más útiles, sin duda. Se la había enseñado Bulú el Primero. Le dedicó un breve pensamiento. Seguro que allí donde estaba, con Uhú, la comida estaba mucho más buena.
Escuchó unos pasos a su espalda y notó que alguien posaba la mano sobre su hombro. Bulú siguió comiendo, sin girarse. Quizá lo habían confundido con un árbol. ¿Por qué otra razón se iba a apoyar alguien en él?
- Me han dicho que eres el hombre con más hermanos del Norte. ¿Cuántos hermanos tienes?
Esta vez sí se giró y aunque a Bulú no le gustaba repetirse, respondió con la boca llena.
- Tres veintenas y media decena la última vez.
El hombre frunció el ceño y pareció esforzarse mucho por contar con los nueve dedos de sus manos. Le faltaba un dedo meñique y Bulú se quedó mirando largo tiempo aquel reducido trozo de falange, preguntándose quién tendría la otra parte.
- ¡Ja! Yo tengo más. Ciento dos y medio.
Bulú no tenía ni idea de cuantos dedos formaban esa cifra y cuando empezó a imaginarse muchas manos juntas con muchos dedos deformes sintió un pequeño mareo. Reflexionó un instante sobre a qué se referiría con un medio hermano. ¿Sería un hermano entero pero medio hombre, o un hombre entero, pero hermano a medias? Supuso que quizá ese azul se había cortado el meñique para poder contar a sus medio hermanos más fácilmente.
- Pero tú has contado las hermanas, Buiok, él solo los hermanos -le reprochó otro soldado azul.
- ¿Cuantas hermanas tienes, Piel Blanca? -preguntó el tal Buiok de muchos hermanos.
- ¡No te hablaré de mis hermanas! -gruñó.
Acto seguido Bulú se dio la vuelta otra vez y se llevó a la boca una gran cucharada de queso de cabra con patata.
- Háblanos de tu tribu, entonces -pidió el bromista aquel al que había estado a punto de matar-. Si vamos a luchar juntos, sería bueno conoceros mejor a ti y a tu tribu de Pieles Blancas.
- Sí, cuéntanos cómo fue la batalla.
- ¿La batalla? ¿Cuál de ellas?
- Sí, la que os hizo hincar la rodilla ante el rey.
El rostro de Bulú se iluminó. Hablaban de la batalla de los amigos. A Bulú le gustaban las batallas, y también hablar de ellas. Solían hacerlo a menudo en las cuevas. Las dos cosas.
- ¡La batalla de los amigos! ¡Por Uhú, qué gran acontecimiento! Fue la más divertida de todas en las que luché.
- Sí, sí. Esa. ¡Cuéntanos! ¿Cómo empezó todo?
Bulú posó la cuchara y dejó el plato de lado para lanzarse a contar lo que le pedía su público. Ahora que estaba cerca de ellos, distinguía con facilidad los tatuajes azules que cubrían los brazos velludos de esos sureños. Casi todos tenían el tatuaje de la espada y la corona, marcados como hombres del ejército del rey.
- Ese rey vuestro, el temerario, venía de vez en cuando con sus ejércitos. Nosotros los veíamos adentrarse una y otra vez por el paso de la hormiga.
- ¿El paso de la hormiga? -preguntó el de los nueve dedos.
- Sí. Un cañón muy alto. Desde arriba se ve a los de abajo como a hormigas. Los niños suelen dejar grandes rocas preparadas para hacerlas rodar y aplastar a unos cuantos. Pero las madres los obligan a liberar el paso después. Les viene bien para trabajar los músculos. Y así no nos dan la murga. Por Uhú, son incansables.
- ¿Los matabais desde arriba?
- Los niños hacen ese tipo de travesuras. No entienden que las muertes que espera Uhú son más dignas -Bulú suspiró, negando con la cabeza-. Pero como iba diciendo, los azules se empeñaban en explorar nuestro territorio, les dejábamos adentrarse y cada vez entrábamos en batalla más lejos. No sé cuántas hubo, quizá una veintena. Quizá dos. En la última incursión, dejamos que vuestro rey temerario se adentrara hasta nuestra aldea. Y cuando llegaron, Bugú nos prohibió echarlos de allí con las espadas.
- ¿Os lo prohibió?
- Los Pieles Blancas tenemos una tradición de hospitalidad.
- ¿Hospitalidad? -el soldado que repitió aquello no daba crédito.
Bulú se molestó un poco, pero no iba a interrumpir su narración para cortarle la oreja a ese azul. Al fin y al cabo, si Uhú le había entregado tanta estupidez era sin duda para que fuera ignorado.
- Coincidió con el día de jarras -continuó Bulú-. Todo el mundo está de buen humor en los días de jarras. Bugú estaba tan alegre que envió al mensajero con un cargamento de cerveza para darles la bienvenida. Vuestro rey temerario pensó que la cerveza estaba envenenada. Solo a un sureño se le podría ocurrir algo así, pero aun así fue el primero en beber. A mi padre le cayó en gracia y lo retó a un duelo de fondo. Pusimos dos barriles de cerveza sobre la nieve, el primero que lo terminara se quedaba con el ejército del otro.
- ¿Basak aceptó ese duelo?
- Menudo imbécil -susurró alguien.
- ¡Traidor! -exclamó el que tenía la nariz más roja-. ¡Estás hablando de nuestro rey!
- Callaos, coño -dijo el nuevededos.
- Aceptó. Pero mi padre sabía que era un duelo imposible. Lo intenta a menudo en los días de jarras. Incluso cuando nadie le reta. Nunca lo ha conseguido. Creo que le gusta seguir con la tradición familiar.
- Pero ¿quién venció?
- Nadie. Se desmayaron los dos antes de ver el fondo del barril. Aunque mi padre estuvo más cerca. Cuando despertaron no se acordaban de lo que había pasado. Vuestro rey temerario preguntó por su esposa y mi padre aprovechó y le presentó a varias de mis hermanas, pero no reconoció a ninguna como suya. Personalmente, eso me tranquilizó.
- ¿A cuántas le presentó?
Bulú lo fulminó con la mirada y el tipo bajó la mirada al instante, arrepentido. Bulú olfateó ese miedo. Inspiró hondo para que sus pulmones se llenaran de ese aroma. Por desgracia entró con otros tantos menos agradables.
- Con tanto ajetreo, los soldados de vuestro rey también habían hecho buenas migas con los nuestros. El día que sigue al día de jarras en la Dorsal Alta es el día de caza, y muchos soldados cambiaron la espada por la lanza y el escudo por el morral para seguirnos a los valles nevados. Vuestro rey temerario se perdió, y los soldados estuvieron buscándolo casi toda la tarde. Incluso el rey participó en la búsqueda. Buscaban a un tal Basak y no se dio cuenta de que era él hasta que se le pasó la borrachera.
La multitud estalló en carcajadas.
- ¡El rey cervecero!
- ¡Ese es mi rey! ¡Viva el rey del Norte!
- ¡Viva la cerveza!
- Pero ¿y la batalla? -insistió el que tenía muchos hermanos.
- No tuvo lugar ese día. Mi padre quiso festejar el éxito de la búsqueda y organizó un banquete por la noche. Vuestro rey estuvo sobrio un rato durante el aperitivo, luego volvió a su estado natural.
- ¡Ese es mi rey!
- En el día de plantas está prohibido pelear, así que no lo hicimos. Hubo un altercado con un soldado y Firrú, que se culpaban mutuamente de haberse abrazado mientras dormían. El soldado alzó la espada, pero vuestro rey lo detuvo y se la confiscó. Quería respetar nuestras reglas al pie de la letra. Parecía más Piel Blanca que algunos de los nuestros. El soldado ese fue enviado al agujero, como manda la costumbre, pero conservó los dedos y las orejas.
- ¿Y cuál es el día siguiente?
- El de los muertos.
- Oh. ¿Fue entonces la batalla?
- Sí.
- ¿Venció nuestro rey?
- Claro que no.
- ¡Pero os sometisteis! Vuestro rey hincó la rodilla.
- No sé por qué magias se deforman los hechos en vuestras bocas, azules, pero mi padre tiene la rodilla tan dura que si la hincara no podría volver a desdoblarla.
- ¿Qué fue lo que pasó, entonces?
- Siempre muere alguien en el día de los muertos, entonces mi padre propuso que aprovecháramos para organizar una batalla, así matábamos dos lobos de un hachazo. A vuestro rey temerario le entusiasmó la idea. Recordó que para eso había venido y explicó que necesitaba conquistar nuestro territorio para alimentar a su ejército con nuevos soldados. Mi padre le explicó que los soldados no se comían. Y cuando al fin lograron entenderse le preguntó que para qué quería más soldados, y vuestro rey dijo que para otras batallas. Mi padre no estaba convencido: si enviábamos soldados a vuestro ejército, entonces ya no vendríais a luchar contra nosotros y perderíamos nuestra experiencia y veteranía en combate. Y los niños nos darían la murga. Tras mucho debate, se decidió que los Pieles Blancas seguirían en la Dorsal, pero que se enviarían soldados a luchar en las guerras del sur y estos rotarían entre la Dorsal y vuestras tierras. A cambio, mi padre pidió que se organizaran más retos de fondo y batallas de amistad en los años venideros. Y así quedó cerrado el acuerdo.
- ¿Y la batalla? ¿No tuvo lugar?
- Sí. Después de la firma llegó el momento de vestirse y pelear. Lo hicimos todos de buen grado. No hubo gritos ni lloriqueos, sino carcajadas y cerveza. Lo bueno de combatir ebrio es que matas a tus enemigos dos veces.
- Pero ¿qué bando venció?
Bulú lo miró con cara de no comprender. Para los Pieles Blancas las batallas no podían perderse. O uno moría e iba con Uhú y los amigos enviados al otro lado, o bien seguían vivos y se habían divertido un rato. Era como comer. Uno come porque le apetece. No se trata de vencerle a la sopa. A nadie le importa si la sopa sigue viva en el plato o en las tripas. Eso le recordó que no se había terminado su plato. Se le habría enfriado la comida. Maldijo a los azules. Había hablado demasiado por su culpa.
Sé encogió de hombros y respondió antes de coger la cuchara y seguir comiendo.
- ¿Acaso importa?