La Caja de Pondara

Pondara, que fue elegida para custodiar la caja de los huevos de dragón, nos cuenta su historia.


Todavía recuerdo el día en que me habló el Creador. ¿Quién olvidaría algo así? Pocos lo creerían. Pero no es mi intención explicar ni convencer, tan solo quiero contar la historia. Akros me eligió por mi nombre. Me dijo que le recordaba a una mujer que encerraba un gran mal en un mundo de otros dioses, y que deseaba que en el suyo hubiera también una mujer para guardar algo en una caja. Algo que quería dejar en nuestro mundo antes de irse definitivamente. ¿Qué por qué eligió a una simple curandera? He ahí una buena pregunta pero, como suelen decir, los motivos de nuestro dios son insondables.

Fui curandera durante los años de la guerra interminable. Mi abuela había sido herborista y mi madre tuvo el honor de servir al hombre raíz en el Lago Honorable de los Omorukele. Yo tan solo serraba huesos y hacía torniquetes tras las batallas, aunque en verdad había absorbido grandes conocimientos de las explicaciones y consejos de mis antecesoras.

Llegó el día que todos en el asentamiento sabíamos que llegaría. Arrasaron lo que habíamos construido y todo lo que se podía arrasar y no dejaron más que jirones. Y cadáveres también. Por algún extraño milagro, el soldado que dio con mi escondite tan solo me miró y pasó de largo. Todo habría sido más fácil si me hubiera clavado la espada en el corazón en ese momento. Supongo que aquel no era mi destino.

Tras la matanza, yo solo quería reunirme de vuelta con los míos. Escogí un cuchillo de todos los que había en el suelo. Era injusto que todos estuvieran muertos salvo yo. Quise entonces tomarme la justicia por mi mano. Igualar las cosas… Pero no pude. No por falta de convencimiento, sino por la aparición de Akros en una desesperada epifanía. Yo jamás había sido muy devota, pero cuando a alguien se le presenta un milagro la única opción que le queda es creer. Y da igual lo que piense el resto. Akros me habló, pues, y dio sentido a lo que me quedaba de vida. Me reveló que necesitaba ayuda, que estaba a punto de abandonar el mundo y me encomendó una misión. Debía encontrar un lugar remoto y de difícil acceso para los hombres, pero al que pudieran llegar los más válidos e intrépidos de los humanos.

Primero pensé en el inmenso mar de borrascas, bajo el agua, pero lo descarté enseguida. ¿Cómo iba a llegar yo hasta allí? Luego se me ocurrió preguntar por ese mítico bosque helado supuestamente situado al este de la bahía de los susurros, en un infinito bloque de hielo eterno. Se decía que allí había un templo. Si habían construido un templo, no podía ser un lugar tan remoto e inaccesible. Al final opté por esa tierra prometida de la que hablaban los rumores y a la que emigraban los pacifistas con la esperanza de crear una nueva nación e inventar una lengua sin palabras que pudieran llevar a la guerra. Esa tierra donde las montañas se elevan hasta rasgar el cielo. Me gustaba la idea de poder ascender y estar más cerca de Akros. Además, me convenía ir a una tierra donde todas las gentes compartieran esa idea de paz. Ya no podía más con las guerras, los torniquetes y los huesos. Así pues, hice un hatillo con la ropa decente que encontré entre los escombros y me encaminé hacia el Khaz’Tiber.

Durante aquella epopeya ocurrieron muchas cosas memorables que darían para varios días de narración. Sin embargo, como poco tienen que ver con la misión encomendada, dejaré esas peripecias para otras noches, para otras fogatas. El caso es que llegué al Khaz’Tiber. Llegué cansada y escuálida, pero viva.

Me establecí en Do Shoi, la única ciudad que estaban construyendo en el valle. Aprendí el idioma. Respiré el aire que allí flotaba, más frío. Mi vida necesitaba esa frescura por aquel entonces. Adherí a la cultura, me vestí como ellos. Probé sus variedades de arroz, sus carnes de ñu y los peces de río. Incluso de vez en cuando probaba ese licor que llamaban shalur. El único verdadero problema fue el de las creencias. Decidieron abandonar la fe en mi buen Akros y tomar como guardianes a las altas montañas que todo lo rodeaban. Poco pude decir al respecto, pues parecía ser yo la única que no estaba conforme.

A los años, y tras constatar el fracaso de esa nueva lengua vernácula (fui violada tanto verbal como físicamente por un lugareño), decidí que era hora de aislarme y buscar ese lugar que mi buen Akros me pedía que buscara. Había estado preparándome para ello día tras día y al fin me sentía preparada. Cogí algunas vituallas y subí a las montañas. Exploré cueva tras cueva. Cruce la cordillera una docena de veces. Hasta me uní a una expedición para escalar el Eventel. Lugares de difícil acceso, los había a montones. Dormí en cada uno de ellos, suplicando a Akros que apareciera ante mí. Llamándolo en mis pensamientos. Llamándolo a gritos. Y aunque todas las noches eran iguales y todos mis sueños mundanos, el desánimo me abandonaba a la mañana siguiente y dejaba paso a una firme determinación.

Así se sucedieron las lunas hasta que, un buen día, una cueva en especial llamó mi atención. Para llegar hacía falta una escalera. Fabriqué una. Me hospedé en esa recóndita caverna durante un cuarto de luna, mucho más tiempo del que solía hacerlo. Akros no me había dado un manual sobre cómo volver a llamarlo una vez encontrase el lugar, así que tenía que improvisar. Tampoco me importó demasiado porque me enamoré del paisaje y estábamos en plena estación seca. Cada vez que salía a cazar o en busca de bayas, retiraba la escalera para que nadie pudiera llegar.

Fue a la séptima noche cuando mi sueño se convirtió en realidad. Literalmente: Ileria Ignos, la guardiana del fuego, se me presentó a la luz de las estrellas. Su presencia alumbraba la cueva entera. Llevaba un uniforme negro con refuerzos de metal y ornamentos del color del fuego. Su mirada llameante fundía mis pensamientos y lo único que podía hacer era constatar aquella elegancia divina. Tenía el cabello largo, negro como el carbón y salvaje como un incendio.

Me dijo quien era, como si no fuera evidente, y me entregó una rústica caja de madera.

- Bajo ningún concepto la abras hasta que Akros no te lo ordene.

Yo asentí, o eso creo, porque apenas me dio tiempo de verla esfumarse. Ni siquiera pude preguntarle cuándo volvería a ver a Akros. La espera fue horrible, igual que la tentación. ¿Qué habría en esa simple caja de madera? Quise abrirla en incontables ocasiones, pero al final siempre entraba en razón. La agitaba, eso sí, tratando de averiguar lo que había dentro. Llegué a hacerlo muchas veces. Una vez al día, incluso. Pero lo único que obtenía era silencio. Una y otra vez. Por mucho que agitara, la caja parecía vacía.

Un año después, apareció un explorador en la zona en la que yo estaba recolectando unas raíces para la infusión del sueño que necesitaba desesperadamente. El hombre se desmayó al verme. Desfallecido. Ahogué un grito de horror. Estaban ya lejos de mí los días en que la gente moría a mi alrededor. No podía dejarlo ahí y hacer como si no hubiera pasado nada. Lo arrastré conmigo a unas zancadas de la cueva. Coloqué la escalera y subí. Le traje comida y un brebaje caliente. Consumió ambas cosas con avidez, me dio las gracias y me explicó que se había torcido el pie. Me quedé mirándolo como embobada, sin saber qué decir. ¿Pero cómo iba a negarle un refugio allí arriba, con las nubes arremolinándose en forma de tormenta y la noche por adueñarse del día?

Le preparé un ungüento para el pie, pero todo indicaba que se había roto el tobillo. Yo no podía permitirme hospedar allí a alguien por mucho tiempo… Menos con la caja de madera a la vista. ¿Pero dónde ib a esconderla? Le dije que, por favor, no abriera la caja, y tras un cruce de amables palabras nos dormimos. Dormí profundamente gracias a la infusión del sueño. ¡Y cuál fue mi sorpresa al despertar cuando vi al explorador en el suelo, con la caja de madera del revés, abierta! ¡Y mi horror cuando descubrí que estaba muerto!

Un calor sofocante subió por todo mi cuerpo, y momentos después me desmayé. Lo sé porque lo siguiente que recuerdo fue la visita de Akros, que me explicó que estaba soñando, pero que los sueños eran tan reales como la realidad. Pronuncié algunas palabras, quizá en Común, quizá en Khaaz. Ni siquiera recuerdo en qué idioma me habló él, pero sí lo que dijo. Que había metido tres huevos de dragón en la caja. Que me había entregado el secreto para que pudiera comunicarme con ellos. Que elegirían a su propio padre. Y que yo debía esperar allí hasta su llegada. Así, tan fugaz como apareció, se fue. Desperté con el explorador a mi lado. Con la diferencia de que yo respiraba y él no. La caja estaba en la oquedad donde solía guardarla y estaba cerrada de nuevo.

Mi perspectiva cambió desde aquel entonces. Akros había vuelto a comunicarse conmigo y me había entregado el secreto del pensamiento. Lo supe cuando llegó el primero. Escuché sus divagaciones días antes que sus pasos. Supongo que de algún modo Akros o sus guardianas extendieron rumores sobre crías de dragón en el Khaz'Tiber, pues era eso lo que buscaba el primero. Y el segundo. Y el tercero.

Todavía recuerdo sus ojos verdes intensos. Se llamaba Welben. Había venido en busca de poder para gobernar un territorio propio que no tenía todavía. Esto no me lo dijo, lo pensó. Cuando me encontró se derritió en halagos y se esforzó por complacerme en todo lo que se le ocurriera. Jamás sospechó que lo escuchaba pensar lo contrario al mismo tiempo. Lo invité a cenar aún y todo, pues tal era el deseo de los huevos de dragón. “Cena, cena”, repetían tres vocecitas ceceantes en mi cabeza.

Alabó mi estofado de erizo y cuando le dije que no podía quedarse a dormir, lo escuché pensar en mil caminos. Todos ellos llevaban a la caja de madera. Quería abrirla. Mil veces lo pensó, inmóvil ante mí, y por fin lo dijo:

– Venerable Pondara, vengo en busca de la caja que contiene el poder de las guardianas.

Se la mostré, pues era la caja de madera más sencilla del mundo y nadie habría sospechado que lo que guardaba era el poder del fuego y del aire. Una luz anaranjada muy intensa emanó del interior cuando Welben la abrió y acto seguido un vendaval llameante cubrió todo su cuerpo. El fuego se arremolinó sobre él durante largo rato, ahogando unos gritos que nunca más pude olvidar. Lo observé todo, sin hacer nada, horrorizada. “Cena, cena”, repetía lo que fuera que había en esos huevos. Recordé las palabras de Akros en aquella primera visión. Él quería que su caja guardara el poder del bien. ¿Acaso era ese?

El episodio me dio mucho que pensar. Quizá los dragones también pudieran leer en el pensamiento de las personas, y por eso decidieron que ese Welben no era merecedor de ellos.

Al segundo preferí advertirle. Le enseñé la vasija con las cenizas del primero que había abierto la caja. Se empeñó en abrirla igualmente, y esta vez me fui de la cueva para evitar futuras pesadillas. Al volver, metí sus cenizas en otra vasija. El tercero no se molestó en preguntar. Ignoró mi invitación, me pegó con el pomo de la espada y quedé inconsciente sobre la nieve. Cuando desperté y volví al hogar, me encontré otro amasijo de ceniza en el suelo rocoso.

Coloqué las tres vasijas tras la caja, como señal de advertencia. Creo que Darwen, el cuarto candidato que llegó varias lunas después, lo entendió. Ninguno de los anteriores era tibereño, este sí.

Era un hombre bueno, sin duda. Se imaginaba a los dragones como compañeros. Camaradas de vuelo con quienes podrían forjar lazos, descubrir y estudiar nuevos lugares, trabajar en equipo. Ni siquiera pensaba en defender el territorio que habían construido y mantenido como remanso de paz. En ningún momento lo escuché pensar en usarlos como un arma o usar el fuego para aterrar y mandar o para expandir el Khaz'Tiber.

- Esos tres son tus predecesores -le dije.

- No hay sitio para una cuarta vasija -respondió.

Cuando me sonrió y sus ojos se tintaron de rojo, comprendí que era un hijo de Ignos, la guardiana del fuego. La que me había entregado la caja años atrás. Cuando entendí lo que tenía pensado, temblé. ¿Y si destruía los huevos? ¿Debía permitirlo? Oía a los dragones repetir como polluelos: “¡salir, salir, salir!”. Lo interpreté como una señal positiva. De todas formas, si tuve alguna oportunidad para reaccionar, no la aproveché.

El fuego que emanó de la mano de Darwen envolvió la caja de madera hasta que ardió en su hornacina. Las llamas brotaban de la palma y él las dominaba a la perfección. Era capaz de dirigirlas a voluntad, incluso de dibujar formas con ellas. O eso me pareció. Todo un espectáculo. Su mente era mucho más complicada que la de los otros tres forasteros que me habían visitado previamente. Más honda. Sus pensamientos se escuchaban como susurros lejanos, por eso no podía captarlo todo.

Tras las llamas y cuando el humo se hubo esfumado, los tres huevos de dragón yacían brillantes y escamosos sobre la roca. Uno era completamente negro, el otro totalmente granate, y el tercero verde con tonos cetrinos.

El negro se empezó a resquebrajar por la parte superior. Se elevó un trozo de cáscara redondeado y una cabecita de reptil con ojos curiosos miró a su alrededor. Cerró los párpados muchas veces antes de enfocarnos. Ladeó la cabeza y el trozo de cáscara cayó, dejando al dragón recién nacido sin su sombrero. Los otros dos nacieron de forma parecida, momentos después.

Y así, tras tantos años, tantos sacrificios y dedicación a Akros y a la misión encomendada, me quedaba de nuevo sin propósito en la vida. Un desconocido se llevaba lo más parecido que había tenido a unos hijos. Por extraño que pareciera, me partía el alma ver cómo me los arrebataba.

- ¿Pondara?

- Adiós, Darwen -le dije sin mirarlo, para que no me viera llorar-. Cuidalos como si fueran tus propios hijos.

- No son mis hijos. Son tuyos -dijo con suavidad-. Por eso tienes que venir con nosotros. Ya nada te retiene aquí, en este remoto lugar. ¿No es así? Has hecho lo más fácil, cuidar de los huevos. Ahora me ayudarás a cuidar de estas crías.

- Yo…

- Oh, se me olvidaba… Tú eres la madre, has de entregarles sus nombres.

Y así nació la estirpe de los dragones en la Perla. Con los tres que dieron por llamarse primigenios con el paso de los siglos.

Tiranior. Rinalian. Volaghar.